A esta imagen no se le puede tomar una fotografía, está dentro de sus ojos. Se debería acercar demasiado el lente, y aun así los brazos van a quedar fuera de foco. No, no es fácil hacerse una idea, pero ocurre que esta imagen es el punto máximo en el que se da cuenta que cae precipitadamente al vacío, que la alarma se ha encendido, es necesario reaccionar.
Tres gotas de agua agarrándose con vehemencia de la barrera que constituyen sus cejas, otras más atrevidas llegaron hasta la nariz y caen a toda velocidad para desaparecer en el piso. La imagen desde sus ojos, los brazos en cruz sobre el pecho, las manos sujetas a los hombros. El ruido ensordecedor de la ducha por encima de su cabeza, el agua hirviendo sobre sus hombros, y el cuerpo inmóvil, suspendido, la mirada en un enfoque imposible de fotografiar.
De la última vez que me sentí así, queda lo poco que mi mente puede recordar de una época de insomnio; pasaba toda la noche viendo la misma película una y otra vez, repitiendo los diálogos en inglés, a ratos sin siquiera ver la pantalla, oyendo a los personajes insistir en un infinito círculo que no detenía ni siquiera al salir de mi habitación. Las mañanas dormitaba, daba vueltas en mi cama, sin intenciones siquiera de levantar la persiana y averiguar la hora. Mi alimentación consistía en un kilo de helado y tres panes, una vez por día a media tarde, variaba los sabores, en una frase y para concretar, lo único que tenía fuerza para movilizarme, era un instinto de autodestrucción, caer y caer, probar qué tan bajo podía estar, qué tan sola.
Una noche llamé a Agustín, o acaso fue él quien me llamó. Había rechazado tantas veces su oferta de sexo sin sentimientos que pareció sorprenderse cuando acordé estar en su casa en media hora. Agustín era uno de esos hombres que todas las veces están pensando en sexo, divertido; sólo había una razón para encontrarnos, y en cuanto me vio se relamió de por fin ver a la presa venir hacia sus garras, toda la perversión agolpada en su carita dulce, me invitó a pasar y antes de cruzar el umbral ya nos estábamos besando como si los segundos se acabaran para nosotros.
¿Qué quieres hacer?, me preguntó retóricamente, casi solo por iniciar una conversación que no era necesaria, pero es probable que quisiera poner algún sonido de fondo a nuestros cuerpos enfrentándose en absoluto silencio. Me quiero bañar. ¿Bañarte, ahora? Si, ahora. Caminé hacia el baño como una intrusa, mirando su mueca desconcertada, de todas las respuestas no se esperaba esa y menos que yo no aguardara su consentimiento sino que inmediatamente cerrase la puerta detrás de mí y abriera la llave de agua caliente, me quité la ropa.
El portazo que di, silenció la propuesta de Agustín de meterse conmigo e intimar, lo escuché, claro, pero me quedé en silencio. El agua sobre mis hombros, los brazos cruzados alrededor de mi pecho, el agua cae y forma mi vientre, se estanca entre mis brazos, rodea mis codos, el agua en hilera por mi nariz. Todo el alcohol, las drogas, el mal comer, la perdida de noción del tiempo dispersándose con el agua, despertándome y yo aferrándome a un minuto más de oscuridad. Sentí sus manos en mi espalda sin inmutarme, me dio la vuelta para verme a la cara, estaba vestido, no sé qué cuadro veía desde sus ojos, pero algo lo impulsó a meterse con ropa a la ducha. – ¿Qué tienes?
Estoy cayendo, y aún no toco el fondo. Sigo cayendo y sólo bajo el agua no siento vértigo.
Llevas casi media hora bajo el agua caliente; me haló hacia él y estuvimos un rato más abrazados, no recuerdo cuándo cerró la llave, me envolvió en una toalla y me llevó hacia su cama dónde se acostó a mi lado ofreciendo la mitad de su cuerpo como almohada y consuelo. Al día siguiente salí temprano con el pretexto de buscar el desayuno y no volví. Esa fue la última vez que nos vimos.
A veces imagino su voz y compañía, sobre todo en los colectivos, son de esas cosas, un poco más complicadas de explicar.