Permanece junto al marco de la puerta, algo le impide entrar, quieto, casi escondido, como si no quisiera ser visto, como si eso importara.
El llanto de la madre, de la viuda, de los huérfanos. El llanto, sólo el llanto. Los únicos que tienen lágrimas por derramar, son siempre los que quedan.
- Gracias por venir.
Queda el llanto entre sollozos, entre gemidos y a gritos desesperados. Llanto que se esconde, lágrimas a chorros.
- ¿Qué haces acá?
Y no hace mucho más que estar quieto, impedido de entrar, como si permanecer inmóvil fuese hacer algo.
- Lo siento mucho.
¿Lo siente? ¿Dónde se siente? ¿Dónde duele? ¿Será posible decir algo, que no sea una repetición mecánica de palabras de aliento?. Como si los deudos quisieran escucharlo.
Sus pies retroceden, no es él quien ha tomado la decisión, sino su cuerpo el que se ve violentamente empujado a hacia atrás, como aquel que teniendo vértigo se inclina frente a un precipicio, la atracción del cuerpo. No hay necesidad de despedirse, da la vuelta y se marcha rumbo a casa, nunca antes la idea del calor de hogar le resultó tan confortable.