Caminaba aquella tarde la niña de medias violeta, silenciosa como siempre, por los
vericuetos entramados de la galaxia de lo intangible. Había perdido su bota gris y con ella, la confianza en sí misma y sus ganas de soñar. Patoja y maltrecha, derramaba lágrimas de leche que marcaban caminos de dolor y soledad en su rostro pequeño, en su boca prominente, en sus largas piernas, en sus dientes chuecos.
Se alzó entonces de hombros de guambra malcriada y se tiró barriga al cielo para contemplar la nada. Pasó así quizá días, quizá medio siglo.
Cuando parecía por fin caer en el sueño eterno e irremediable, súbitamente una imagen fabulosa se prendió en el azul oscuro. Era una foto maravillosa que le recordaba su infancia de piruetas imposibles, de vuelos de brazos extendidos, de chocolate caliente con empanadas de viento.
La niña de medias violeta extendió sus manos elásticas hasta acariciarla y su con dedo delgadito, le escribió epígrafe debajo. Era una pequeña rima que reflejaba su emoción suprema. Luego se incorporó y continuó su peregrinar.
No arrastraba ni dos veces su pie desbotado cuando sintió una mano estrechándola por detrás contra su pecho. Trató de huir, pero la cojera y el tic-tac del corazón del extraño, tan familiar, tan cálido, tan nido, no lograron más que sus largas piernas se acurrucaran y sus dientes chuecos dibujaran a los tiempos una sondrisa.
El señor O, como se presentó, comenzó a relatarle un cuento con su voz tibia
y profunda, mientras sus manos alfareras deshacían a la niña de medias violeta y la recreaban en nuevos universos, en nuevos mundos. Allí estar descalzo era la regla, allí no importaba perder las botas o el final del cuento.
La ansiedad de la pequeña por conocer al señor O era imparable. Con sus yemas-ojos comenzó a dibujar a un poeta de barbas sabias, con mente analítica y corazón de panela. Sintió sus manos y en ellas descubrió a un anónimo pintor de imágenes cotidianas, a un verdadero devorador de mundos.
Al fin, tornó su rostro pequeño... El señor O se presentó con la melancolía aprisionada en sus largas pestañas, con profundos mares de sensaciones, con tormentas de emociones contenidas. La niña se conmovió con su mirar que vagaba por dimensiones desconocidas pero que en chispazos de luz, mostraba toda la magia de su interior, pero siempre a cuentagotas.
Lo sintió amigo, camarada, yunta, amante... Tal vez él sintió lo mismo.
Pero al señor O le bastó un parpadeo para comerse a la niña, engulló como tallarines una a una sus medias violetas, se comió de postre su chulla bota, se bebió como refresco sus lágrimas blancas, chupó los huesos de sus largas piernas, destruyó a mordiscos su boca prominente y con ella se llevó a todo el universo.
Aún así, al señor O siempre le faltarán imágenes para explicar el suyo.
* Gracias a Gio por la colaboración al blog :D
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miércoles, septiembre 26, 2007
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