De a poco me acostumbro a que las cuatro horas de la noche que dedico a escribir, se hayan convertido en mirar la pantalla llenarse de caracteres y verlos desaparecer angustiados por la velocidad de la tecla backspace apretado bajo mi dedo anular. El cenicero en un ciclo repetido de vaciarse y llenarse; los resultados: muy pocos. Si no fuera por el diario que recibe la columna semanal que escribo, y la chica de la revista que me coquetea a través del teléfono, solicitándome cada mes una anécdota para llenar esos espacios entre la publicidad, esos que nadie lee, pero que a mí me conviene que no queden en blanco, creo que podría desesperarme.
Pero eso no es escribir, el sueño prolongado de una novela que se teja bajo mis dedos, resultado de tantas noches de insomnio, atrapado por voluntad propia en un departamento de alfombra y cortinas verdes, odio el verde, casi con la misma fuerza que a mi arrendatario.
Necesito más puchos, no siempre los tengo. Es hora de levantarme perezosamente, poner agua en la pava a calentar y buscar cigarros en los rincones de siempre: entre los vasos, detrás de las medias; siempre termino guardándolos donde creo que me olvidaré, para en el momento de mayor necesidad, armar todo un alboroto y darme la sensación de que he luchado justamente y que merezco la recompensa, el humo entrando a mi garganta.
Con el primer timbrazo del teléfono me doy cuenta que olvidé desconectarlo como cada noche, a la tercera repetición, acepto que no tengo más alternativa que contestar. El mensaje me desencaja, dejo de apretar el auricular, el lamento me penetra el nervio como un dolor de muelas.
Quizá sería bueno desesperar, que el diario se niegue a publicar mi columna, que la chica de la revista se dé cuenta que jamás la invitaré a salir. La pava está pitando, maldigo, dejé hervir el agua, vuelvo a maldecir.
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