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martes, agosto 15, 2006

Un acto de fe, y un pedido de tregua

En algún momento de mi adolescencia lloré desconsoladamente por aquel hombre que me había engañado con otra, como a todas y todos nos ha pasado alguna vez, o la mayoría al menos.
Como buena mujer, odié a la otra, me sentí impotente, desgraciada, sabiendo que el fulano aún queriéndome mucho había sido capaz de serme infiel.

Con el tiempo aprendí que es una mala costumbre de las mujeres esa de echar la culpa a la otra, a la final no son ellas, y tampoco era yo la que no bastó.
Actualmente creo que cualquier hombre, (y claro, cualquier mujer también) puede llegar a ser infiel, independientemente de si ama o no a su pareja; la típica creencia es que uno busca afuera lo que no tiene en su relación; pero yo estoy segura que no importa que tanto puedo dar, o que tan buena puedo ser, el juego de hormonas es sencillo, nada tiene que ver lo uno con lo otro.

La última vez que me engañaron, o que creí que lo hacían, solo sentí rabia, y ya no culpa, ya no lloré pensando en cuál había sido mi error, lancé esa joya que tanto me gustaba al piso, desamarrándome de los conceptos por herencia aprendidos, y me di cuenta que esas son cosas que pasan aunque uno se crea que es la mejor persona del mundo. Al día siguiente me levanté y busqué debajo de la peinadora la joya para volver a ponérmela. Así soy, me gusta el oro.

Yo también fui alguna vez el instrumento de engaño, la otra, la que satisface los deseos reprimidos de un tipo que sin embargo piensa que su novia es lo máximo. Y debo reconocer que sentía cierto morbo de saberlo, ratificar mi idea que cualquier hombre puede cuernear a su magnifica mujer, por otra que quizá solo tiene mejores piernas y nada más que ofrecer (sin desmerecerme por supuesto, que yo puedo ser la mujer más tierna, la más complaciente y también la más desgraciada). No creo que eso me convierta en una cualquiera, pero si así lo fuera, ya que más, la verdad es que hubiese querido ser más puta de lo que me permití serlo, antes de enseriarme definitivamente.

Y si por algún motivo, el Chello y yo nos separáramos, supongo y espero que no, pero si así sucede, me dedicaría a ser una 'truchas', y disfrutaría siéndolo, al menos por un tiempo. No por falta de orgullo, vergüenza o sangre en la cara, tampoco por vengarme (nada mas digno de lástima) de aquellos que no me han querido, porque también hubieron los que si me quisieron y así se compensa el equilibrio de la vida que llevamos. Y ni siquiera por ser la hermosa villana del cuento, porque pese que lo encuentro de lo más entretenido, la verdad es que en mi no va más allá de ser un delirio.

Es un acto de fe, y un pedido de tregua.
A ver si de una vez por todas, las mujeres dejamos esta mala costumbre de culparnos unas a otras, de juzgar un comportamiento cualquiera que a los ojos de alguien con envidia puede ser inmoral y nos dedicamos a atender sin decoro ni rastro de pudor las más vanas y al mismo tiempo más significativas necesidades.

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